Comentario
Pocas palabras han tenido tanta garra en el léxico de los historiadores de la Iglesia como la de reforma. Aplicada por antonomasia a la ruptura iniciada por Martín Lutero a partir de 1517, su utilización se ha prodigado también para designar los mas variados intentos de regeneración de la jerarquía y la sociedad cristianas.
Nadie se cuestiona hoy en día que en el siglo XI los deseos de mejora de la Iglesia estaban ampliamente extendidos. Así lo demuestran obras como el "Liber Gomorrhianus" de Pedro Damián o el "Adversus simoniacos" de Humberto de Silva Cándida que, un tanto ásperamente, denuncian todo un conjunto de lacras.
A. Fliche, uno de los grandes historiadores de la Iglesia de nuestro siglo, ha sido un buen popularizador de la expresión "reforma gregoriana" al considerar al papa Gregorio VII como su principal protagonista. De acuerdo con esta idea el Papado, consciente de la necesidad de renovar moralmente al clero, luchó por conquistar su libertad frente a la tutela de los poderes temporales.
A todos resultan evidentes los méritos de una serie de Papas del siglo XI y de sus consejeros en su lucha por la regeneración moral de la Iglesia. Pero queda asimismo fuera de duda que, a favor de la reforma, pugnaron muy diversas fuerzas... antes incluso de doblar el mítico Año Mil. Desde distinta dirección, Cluny y otras ordenes monásticas llevaban ya algún camino andado... y facilitarán incluso titulares a la sede romana, algunos de ellos fervientes paladines de la reforma. ¿Qué decir también de esos emperadores alemanes antes citados empeñados en proveer de buenos rectores a la Iglesia? Y ¿qué decir de los brotes reformistas de signo popular y cuasi revolucionario que unas veces coincidieron en sus objetivos con la curia pontificia y otras fueron considerados como sospechosos de herejía?
Posiblemente resultará cómodo echar mano de un lugar ya común: no hubo una sino varias reformas. En todas ellas hay unas mismas preocupaciones, aunque las vías a utilizar puedan diferir sensiblemente.
En principio había dos vicios que se consideraba necesario erradicar en el clero: el nicolaísmo y la simonía.
Por nicolaísmo se entendía el amancebamiento de clérigos. El matrimonio de los sacerdotes en esta época se consideraba no invalido, sino simplemente ilícito. Las normas que imponían el celibato eclesiástico se aplicaban con bastante indulgencia pese al escándalo de algunos estrictos reformadores. Estos podían invocar justamente ejemplos del pasado: el concilio hispano de Elvira (a comienzos del siglo IV) o el posicionamiento de Padres de la Iglesia del Occidente como San Jerónimo o San Agustín. Pero dudosamente podía pensarse que el celibato fuera de todo punto necesario para facilitar el ministerio sacerdotal. De hecho, hasta entrado el siglo XI el debate sobre el amancebamiento/matrimonio de clérigos no se planteó con toda aspereza. Será uno de los caballos de batalla de los reformadores más famosos.
Por simonía se entendió a principios de los tiempos cristianos la compra de poderes carismáticos. Mas adelante, por simonía -vicio asimilado a la herejía- se entendió el tráfico de cosas santas y la compra de dignidades eclesiásticas. La más conocida de todas las formas de simonía era la venta de obispados o abadías por los príncipes seculares, aunque también se podía llegar al humilde nivel de simples iglesias rurales. El que algunos cargos eclesiásticos llevasen anejos una masa de bienes materiales convertían a obispos o abades en grandes señores temporales tentados con frecuencia al abandono de sus responsabilidades espirituales.
Ante tan equívoca situación fue surgiendo toda una casuística en la que acabaron enfrentándose posiciones a menudo irreconciliables. Así, los reformadores más radicales repudiaron todo tipo de acto simoníaco que, según ellos, contaminaba cualquier acto espiritual del dignatario que había comprado su cargo. El cardenal Humberto de Silva Cándida, dentro de esta línea, recomendaba la destitución de todo clérigo que hubiera recibido órdenes de un obispo simoníaco. En una línea mas templada otro de los grandes reformadores, Pedro Damiano, aun pidiendo la destitución del simoniaco, reconocía la validez de las órdenes recibidas gratuitamente de manos de un consagrador simoniaco.
En relación con la simonía se situaba a veces el problema de la investidura laica. Suponía esta la ruptura de la vieja práctica canónica según la cual el ministerio episcopal era conferido por el clero y el pueblo (o, al menos, con el asentimiento de éste) de la diócesis correspondiente. Con el discurrir del tiempo, los príncipes seculares usurparon este derecho invistiendo directamente a los obispos con la entrega del báculo (símbolo de la jurisdicción) y el anillo (expresión de la unión mística con la Iglesia). Aunque en muchas ocasiones (recordemos el ejemplo de papas designados por emperadores) los poderes temporales velaban por la honorabilidad de los candidatos, de hecho, primaban más las razones de utilidad del candidato que su idoneidad espiritual. Emperadores y reyes tuvieron en efecto, en obispos y abades, buenos colaboradores en las tareas administrativas y, además, un importante contrapeso frente a la orgullosa nobleza laica. Que una investidura laica fuera acompañada de un pago por parte del beneficiario podía resultar una sospecha más que razonable.
Si el Pontificado se llegaba a poner a la cabeza de un vasto movimiento contra las anteriores lacras trabajaría, de paso, en la reafirmación de su primacía sobre todo el Occidente. Esta se venía reconociendo desde tiempo inmemorial aunque, como recientemente ha recordado J. Paul, con un sentido eminentemente honorífico. Así, en el siglo X, Occidente semejaba una gran federación de provincias eclesiásticas unidas por una misma fe y una misma disciplina. Después del año Mil las cosas fueron cambiando. La curia romana, aparte de invocar la regeneración del estamento eclesiástico, se dedicó a desempolvar viejas teorías que hablaban de la relación entre los distintos poderes. Lo que papas del pasado (desde Gelasio I a fines del siglo V) habían planteado como reflexiones puramente espirituales, los gregorianos lo elevaron a la categoría de imperiosa necesidad. Para ellos, el poder temporal sólo se legitimaba en la medida en que estuviera conforme a las exigencias espirituales. Y estas solamente podrían cumplirse merced a una constante intervención de los pontífices ante los soberanos. Por tanto, reforma de la Iglesia -en perspectiva gregoriana- y teocracia pontificia estaban condenadas a recorrer un mismo camino.